Un pequeño grupo de gente, de promesantes, avanza con lentitud por el campo de Coraya; el tum tum del bombo espanta a las vizcachas coludas, que miran asustadas desde las peñas al misachico. De rato en rato se oye el ronquido de las cornetas: es un contrapunto ceñido, son dos cañas que se cruzan en el aire, enlzando su lúgubre sonido, anunciando la presencia del santo, de la Virgen o del Niño Dios. De tanto en tanto, la pareja de celebrantes pega una bailoteada frente a la imagen que transporta. Hace su giro gracioso, revoleando las polleras colorinches, mostrando las enaguas de lienzo color tierra, haciendo flamear el vuelo plisado de sus batas, secándose el sudor de la frente con la terrosa botamanga de su blusa o el áspero picote del rebozo inseprable.
De a ratos, atruena el ruido de una bomba, que contesta el eco del cerro vecino y espanta a los burros cargueros sacudiendo los cuartos de cordero y el mote de habas, alimento que probarán más tarde las barrigas enclenques de los promesantes, alojados en la casa de algún conocido, o a orillas del pueblo de Humahuaca. Los ruidos de cuetillos que asustan a los cacchis, perros, chicos, completan la marcha por senderos de tolas, pedregales y playas, orillas de cerro y arenales del ya agonizante misachico de mi pago. El sol calcina las cabezas cubiertas con trapos negros o lienzos o quechos de los collas creyentes, fieles devotos de Dios. Ellos bajan del cerro sin medir los sacrificios por su imagen. Año tras año reìtpiten su peregrinación para ver al tata cura, para hacer bautizar a sus guaguas ya grandes, para hacer rezar un responso a sus hijos ya viejos, que han vivido cuatro o cinco años en sirviñacu o amañados.
Es muy difícil ver llegar a la iglesia de Humahuaca un misachico; se está perdiendo, se está muriendo juntamente con el viejo, el tata, el agüelo, está cayendo como el cardón seco que añora el rebuzno del burro, el canto embrujado del pejpiri...Desaparece el misachico y con él también el quejido ronco y aventado de la corneta; ya no hay quien la haga sonar; don Félix no sopla, don Octaviano ha muerto, don Trujillo está viejo...
Esta es la pobre realidad de las costumbres que se escurren en el corazón abismal del tiempo.
Fortunato Ramos
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Excelenteee!
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